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El Black Friday, ese frenesí anual de compras que inunda las tiendas físicas y digitales, tiene un pasado mucho más turbio de lo que la publicidad nos muestra. Su origen no se encuentra en ofertas irresistibles, sino en una de las mayores crisis financieras de la historia de Estados Unidos.
Todo comenzó el 24 de septiembre de 1869, un “Viernes Negro” que provocó un desplome del 20% en el mercado de valores. Dos magnates, Jay Gould y Jim Fisk, orquestaron un plan para manipular el mercado del oro, acaparando las reservas disponibles para inflar artificialmente su precio. Utilizaron incluso la influencia política para retrasar la liberación de reservas de oro por parte del gobierno, maximizando sus ganancias a expensas de miles de inversores que perdieron sus fortunas.
Este evento, sin embargo, quedó en la historia como un símbolo de codicia y manipulación. La imagen del Black Friday se transformó décadas después, en la década de 1980, cuando los minoristas lo adoptaron como un término contable. Para ellos, representaba el paso de “números rojos” (pérdidas) a “números negros” (ganancias), gracias a las ventas masivas posteriores al Día de Acción de Gracias.
La narrativa cambió radicalmente. Lo que antes era un símbolo de desastre financiero se convirtió en una celebración del consumo. Los medios de comunicación impulsaron la imagen del Black Friday como un evento emblemático, y las tiendas respondieron con agresivas campañas de marketing, abriendo sus puertas a altas horas de la madrugada para ofrecer descuentos sin precedentes. El fenómeno se extendió globalmente, impulsado aún más por el auge del comercio electrónico y eventos como el Cyber Monday.
Hoy, el Black Friday representa un complejo entramado de historia, economía y cultura de consumo. Su evolución nos recuerda la capacidad de reinterpretar eventos históricos, transformando un símbolo de fracaso financiero en un motor del consumismo moderno.